Reflexiones alpedísticas.
Clarín: con una tapa a favor del gobierno.
Se dice, y con razón, que los diarios suelen usar el titular de portada para bajar línea. El fenómeno psicológico que sostiene esa práctica -y que le da eficacia- es la tendencia de mucho lector del diario a quedarse con el título. Lo lee y lo incorpora; así nada más. Por otra parte, en los últimos tiempos se ha puesto de moda exponer los titulares y tapas de Clarín como prueba cotidiana de esa práctica, llamémosla malévola. No es casual: en los últimos tiempos Clarin ha abusado de esa práctica, cayendo en muchas ocasiones directamente en el ridículo. Pero, no deja de ser divertido. Se ha convertido en un deporte nacional, pues, exponer las metidas de pata de Clarín a la hora de bajar línea a través de su portada. Y además es fácil, vamos, hasta un chico se da cuenta y puede jugar ese juego.
Hoy han cometido los editores de Clarín un error muy grueso originado, no en la deformación de la noticia, o en el recurso de dar entidad a lo que no tiene entidad, o en el abuso de adjetivos, etc. No: nada de eso. El titular de hoy cae en el ridículo por la sencilla razón de presentar una noticia de segundo orden con un titular que ignora completamente la psicología del hombre corriente, del hombre del común. Reza en letras de molde la tapa de Clarín de hoy:
Si los editores de Clarín buscaban que los lectores desavisados, ésos que se quedan con el titular, exclamaran para sus adentros al ver la tapa de hoy. ¡Pero, estos Kirchner, no tienen límites! se equivocaron, y mal. Lo que le surge al ciudadano común que, desavisadamente se queda con el titular de hoy es todo lo contrario: ¡Bueno Era hora que estos tipos dejen de imaginar que somos adoradores de la toga y la peluca! ¡Alguien tiene que hacerlos bajar del pedestal!
Dejando de lado el proyecto de ley del diputado Alejandro Rossi que alude la tapa de Clarín, que no es tema principal de esta entrada, el tema de este post es exponer algunas consideraciones alrededor de la muy difícil relación ontológica que el ciudadano del común tiene -que los ciudadanos del común tenemos- con el sistema de administración de Justicia.
Para el ciudadano corriente, para el hombre del común, el poder omnímodo del Estado se manifesta en dos oficinas de la aministración del poder de la fuerza: los Tribunales y la Policía. La relación del hombre del común con la policía es harto conocida y no es necesario dar demasiadas explicaciones. Todo el mundo la conoce. Voy al tema de la Justicia.
Los hombres que estamos en la base de la pirámide social tenemos para con la justicia un conflicto ontológico: Por un lado, no le creemos nada a la Justicia; y, por otro lado, estamos obligados a afirmar que creemos.
Todo el mundo sabe que creer no es un acto volitivo. Creer es, conforme al diccionario de la lengua: Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado. Se cree o no se cree. El ciudadano toma conocimiento de una sentencia judicial cualquiera por los medios y, dado que jamás podrá poseer todos los elementos de juicio para juzgar por sí mismo (así como tampoco suele poseer los conocimientos del Derecho para poder juzgar un proceso en sí mismo), simplemente cree o no cree.
Pero, a su vez, el sistema de Justicia exige que el ciudadano crea sí o sí, ya que, así no fuera, la paz social no sería posible. El ciudadano, entonces, tiene que representar la ficción de que cree porque está obligado a aceptar la sentencia, aunque no se la crea. ¿La Justicia dijo culpable? Pues entonces es culpable. Si no la aceptara, la única instancia que le quedaría a la mano al ciudadano es la violencia. La justicia es, por lo tanto, la última instancia de la convivencia pacífica por definición. Nadie que se repute civilizado supliría con la violencia a su falta de fe en la justicia, ya que sabe -aunque no sepa otra cosa- que aceptar de buena o de mala gana la última instancia de las instituciones judiciales es la única garantía de la paz social.
¿Por qué el ciudadano corriente, el hombre del común tiende a no creer en la Justicia? Porque le sobran pruebas empíricas de que en el sistema de Aministración de justicia anida focos de corrupción, y porque le sobran pruebas empíricas de que el Derecho que nos rige, en general, es clasista. No hay que ir demasiado lejos en el tiempo para poner un ejemplo: ¿Quién no recuerda aquél famoso deportista estadounidense, repodrido en plata, que en una causa penal por la muerte de su mujer y el amante de ésta salió no culpable y en la causa civil culpable? Un caso en el que ni siquiera intervinieron factores políticos. Simplemente, un famoso con mucho dinero, abogados de los más caros, y jueces... "ajustados a derecho".
Si, como dicen, los jueces hablan por sus sentencias, las sentencias son las que hablan de los jueces. Loas, o pestes.
Sobran ejemplos más recientes. Si cuatro jueces de paz, para decirlo de una manera metafóricamente clara y no quiere ser peyorativa, por aquí y allá, se mandan a frenar una Ley de Medios aprobada por el Parlamento con claras mayorías, surgida, además, después de numerosos y multitudinarios debates no sólo populares sino académicos, porque así lo han pedido los afectados económicamente por la ley, que no son trabajadores a sueldo sino poderosos grupos económicos... ¿qué quieren que piense el ciudadano de a pie? Para el hombre del común, lo que tiene hocico de perro, mueve la cola como un perro y ladra como un perro, es un puto perro.
En Argentina, donde rige un sistema de gobierno presidencialista, el Poder Ejecutivo hace uso de los DNU desde los inicios mismos de la nueva era democrática. En la Constituyente del 94 adquirieron jerarquía constitucional. Son más de mil los dnu firmados por todos los presidentes constitucionales desde 1983. Ninguno fue rechazado por su contralor constitucional, el Poder Legislativo. Y ahora resulta que un dnu no sólo podría ser rechazado por una oposición parlamentaria malévola (lo cual sería constitucional, más allá de la malevolencia intrínsica de quien pregona con argumento de guapo siempre hay una primera vez.), sino que es frenado por jueces de las primeras instancias, ámbitos donde el laberinto burocrático y formal que forma parte del sistema de administración de justicia -anacrónico, vamos-, atenta contra la naturaleza misma de la ejecutividad que tiene que poseer el PEN. Y, además, por jueces que, para la mirada de los grupos financieros que no sólo han hecho mierda a la patria sino que están haciendo mierda al mundo todo, son jueces del palo. ¿Qué esperan que piense el ciudadano corriente?
No se le permite al ciudadano hacer ese tipo de planteos. ¡Ah, no! ¡Eso jamás! De la familia de la jueza Sarmiento no corresponde hablar. Es una falta de respeto. Y de la cohabitación marital de los jueces Marinelli y Vidal tampoco. Eso es meterse en la vida privada de los jueces. Eso es nazismo.
El problema que tiene el ciudadano corriente es que, cuando desde el poder se le exige que debe tener por verdad que un juez, a la hora de fallar, se despoja de sus creencias privadísimas, económicas o familiares, ideológicas o partidarias y falla conforme a derecho, el ciudadano se caga de la risa. ¡Qué le vamos a hacer! Es así. Comer vidrio es un hábito en decadencia.
Una de las muletillas que el ciudadano corriente ha incorporado a su acervo de creencias, por surgir esa muletilla como una suerte de confesión de parte, es la que dice, del Derecho, que hay la mitad de la biblioteca para defender una posición y hay la otra mitad para refutarla. Cuando un profesional del Derecho aparece por la televisión y repite esa muletilla, ¿Qué cree que provoca en el ciudadano que lo ve y escucha? ¿Simpatía? ¡Uh, mirá que simpático! No, hermano: el hombre del común toma esa muletilla como una confesión de parte: Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros.
La relación que tiene el hombre del común con la Justicia es mala. No le cree a la Justicia cuando está obligado a afirmar que sí le cree.
Si el Sistema de Administración de Justicia no hace nada para que sus sentencias, que el ciudadano debe aceptar sí o sí por vivir en un estado de derecho, se hallen en correspondencia con lo que el ciudadano en el fondo cree acerca de la sentencia, la culpa es del sistema de Poder Judicial, no del ciudadano común. Aun en el caso de que estuviesen en lo justo. Si no lo dicen, si se ocultan detrás de sus sacrosantas togas porque creen que poseen sacralidad entre el pueblo, se equivocan, y mal.
Está el viejo chiste aquel del abogado famoso (y caro) que fue contratado por un político corrupto para que lo defienda en un juicio por afanarse media república y, tras anoticiarse el boga de una sentencia favorable a su poderoso cliente, lo llama por teléfono desde su estudio para decirle: Se hizo justicia, señor. A lo que su poderoso cliente le responde: Apele, doctor, apele.
El chiste debe tener un millón de años y lo entiende cualquiera, a partir de los cinco o seis años de edad.
¿Cuándo fue que alguien poderoso cayó en cana por corrupción? Pero en cana de verdad: cien años y a pan y agua. La respuesta la conoce todo el mundo: nunca. Entonces, ¿de qué se molestan los señores magistrados cuando en una mesa de café, o en una fila de supermercado, o en la sobremesa de los ravioles domingueros, las personas corrientes afirman que no creen en la justicia?
Ni hablar de los casos de delitos aberrantes contra las personas. Por ejemplo, los casos de abuso sexual por parte de los curas. O los casos en que la ley habilita a los médicos a abortar a una menor abusada por su padrastro... No, un señor se molesta por sus creencias religiosas y presenta un recurso de amparo. Y entonces todo un sistema burocrático se pone en marcha para impedir que lo que la ley permite y a lo que un juez ordenó, otro juez lo invalida. ¿Qué espera el ciudadano corriente en casos como ése? La respuesta brutal sería: que la menor aborte en medio de la mayor discreción y al padrastro se les corten los testículos para tirárselos a los gatos. La respuesta civilizada: que la menor pudiera abortar discretamente y el victimario sufra la pena que marca la ley por abuso sexual. Pero tales cosas no suceden de ese modo y entonces el tipo corriente se calienta en contra del Sistema de Administración de Justicia.
Hablemos a calzón quitado: ¿De veras creen los señores magistrados que el hombre corriente puede tener algún respeto por la justicia? Debe tenerlo, que es otra cosa. Pero no lo tiene. Debe respetar, pero no puede respetar. Sólo simula que respeta. Por conveniencia. Forma parte del contrato social. De la simulación general de la vida social. Porque si no, si dejamos de simular, terminaríamos matándonos los unos contra los otros.
No estaría nada mal que los jueces rindan cuentas ante la sociedad, en forma regular. Vivimos tiempos en los cuales los pilares de la hipocresía se derrumban ante el sacudimiento que provoca una gigantesca comunicación transversal. Vivimos tiempos en los que la vaharada de la putrefacción que se anidan en las oficinas burocráticas del Estado es imposible de ocultar con desodorantes de ambiente de cuatro pesos el botellón. Vivimos tiempos en los que la televisión de alta definición, si se me permite la metáfora, nos permite ver los hilos de las caretas de cuanto personaje desfila ante las cámaras. Vivimos tiempos en los que cada día es más difícil vender espejitos de colores porque escasean los compradores. Vivimos tiempos en los que las putas cosas tienen la puta tendencia a mostrarse como son en realidad. En tiempos tales como éstos, el que los jueces se abroquelen en las anacrónicas torres de marfil, es una tomadura de pelo a los ciudadanos. En tiempos tales como éstos, que los jueces sigan creyendo que la solemnidad declarada los mantiene al margen de la mirada del ciudadano, es una muestra de supina ignorancia.
¿Ignorancia de qué? Pues precisamente de eso: de los tiempos que corren.
Alfredo Arri
Hoy han cometido los editores de Clarín un error muy grueso originado, no en la deformación de la noticia, o en el recurso de dar entidad a lo que no tiene entidad, o en el abuso de adjetivos, etc. No: nada de eso. El titular de hoy cae en el ridículo por la sencilla razón de presentar una noticia de segundo orden con un titular que ignora completamente la psicología del hombre corriente, del hombre del común. Reza en letras de molde la tapa de Clarín de hoy:
"Proponen que los jueces den examen cada cuatro años."
Si los editores de Clarín buscaban que los lectores desavisados, ésos que se quedan con el titular, exclamaran para sus adentros al ver la tapa de hoy. ¡Pero, estos Kirchner, no tienen límites! se equivocaron, y mal. Lo que le surge al ciudadano común que, desavisadamente se queda con el titular de hoy es todo lo contrario: ¡Bueno Era hora que estos tipos dejen de imaginar que somos adoradores de la toga y la peluca! ¡Alguien tiene que hacerlos bajar del pedestal!
Dejando de lado el proyecto de ley del diputado Alejandro Rossi que alude la tapa de Clarín, que no es tema principal de esta entrada, el tema de este post es exponer algunas consideraciones alrededor de la muy difícil relación ontológica que el ciudadano del común tiene -que los ciudadanos del común tenemos- con el sistema de administración de Justicia.
Para el ciudadano corriente, para el hombre del común, el poder omnímodo del Estado se manifesta en dos oficinas de la aministración del poder de la fuerza: los Tribunales y la Policía. La relación del hombre del común con la policía es harto conocida y no es necesario dar demasiadas explicaciones. Todo el mundo la conoce. Voy al tema de la Justicia.
Los hombres que estamos en la base de la pirámide social tenemos para con la justicia un conflicto ontológico: Por un lado, no le creemos nada a la Justicia; y, por otro lado, estamos obligados a afirmar que creemos.
Todo el mundo sabe que creer no es un acto volitivo. Creer es, conforme al diccionario de la lengua: Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado. Se cree o no se cree. El ciudadano toma conocimiento de una sentencia judicial cualquiera por los medios y, dado que jamás podrá poseer todos los elementos de juicio para juzgar por sí mismo (así como tampoco suele poseer los conocimientos del Derecho para poder juzgar un proceso en sí mismo), simplemente cree o no cree.
Pero, a su vez, el sistema de Justicia exige que el ciudadano crea sí o sí, ya que, así no fuera, la paz social no sería posible. El ciudadano, entonces, tiene que representar la ficción de que cree porque está obligado a aceptar la sentencia, aunque no se la crea. ¿La Justicia dijo culpable? Pues entonces es culpable. Si no la aceptara, la única instancia que le quedaría a la mano al ciudadano es la violencia. La justicia es, por lo tanto, la última instancia de la convivencia pacífica por definición. Nadie que se repute civilizado supliría con la violencia a su falta de fe en la justicia, ya que sabe -aunque no sepa otra cosa- que aceptar de buena o de mala gana la última instancia de las instituciones judiciales es la única garantía de la paz social.
¿Por qué el ciudadano corriente, el hombre del común tiende a no creer en la Justicia? Porque le sobran pruebas empíricas de que en el sistema de Aministración de justicia anida focos de corrupción, y porque le sobran pruebas empíricas de que el Derecho que nos rige, en general, es clasista. No hay que ir demasiado lejos en el tiempo para poner un ejemplo: ¿Quién no recuerda aquél famoso deportista estadounidense, repodrido en plata, que en una causa penal por la muerte de su mujer y el amante de ésta salió no culpable y en la causa civil culpable? Un caso en el que ni siquiera intervinieron factores políticos. Simplemente, un famoso con mucho dinero, abogados de los más caros, y jueces... "ajustados a derecho".
Si, como dicen, los jueces hablan por sus sentencias, las sentencias son las que hablan de los jueces. Loas, o pestes.
Sobran ejemplos más recientes. Si cuatro jueces de paz, para decirlo de una manera metafóricamente clara y no quiere ser peyorativa, por aquí y allá, se mandan a frenar una Ley de Medios aprobada por el Parlamento con claras mayorías, surgida, además, después de numerosos y multitudinarios debates no sólo populares sino académicos, porque así lo han pedido los afectados económicamente por la ley, que no son trabajadores a sueldo sino poderosos grupos económicos... ¿qué quieren que piense el ciudadano de a pie? Para el hombre del común, lo que tiene hocico de perro, mueve la cola como un perro y ladra como un perro, es un puto perro.
En Argentina, donde rige un sistema de gobierno presidencialista, el Poder Ejecutivo hace uso de los DNU desde los inicios mismos de la nueva era democrática. En la Constituyente del 94 adquirieron jerarquía constitucional. Son más de mil los dnu firmados por todos los presidentes constitucionales desde 1983. Ninguno fue rechazado por su contralor constitucional, el Poder Legislativo. Y ahora resulta que un dnu no sólo podría ser rechazado por una oposición parlamentaria malévola (lo cual sería constitucional, más allá de la malevolencia intrínsica de quien pregona con argumento de guapo siempre hay una primera vez.), sino que es frenado por jueces de las primeras instancias, ámbitos donde el laberinto burocrático y formal que forma parte del sistema de administración de justicia -anacrónico, vamos-, atenta contra la naturaleza misma de la ejecutividad que tiene que poseer el PEN. Y, además, por jueces que, para la mirada de los grupos financieros que no sólo han hecho mierda a la patria sino que están haciendo mierda al mundo todo, son jueces del palo. ¿Qué esperan que piense el ciudadano corriente?
No se le permite al ciudadano hacer ese tipo de planteos. ¡Ah, no! ¡Eso jamás! De la familia de la jueza Sarmiento no corresponde hablar. Es una falta de respeto. Y de la cohabitación marital de los jueces Marinelli y Vidal tampoco. Eso es meterse en la vida privada de los jueces. Eso es nazismo.
El problema que tiene el ciudadano corriente es que, cuando desde el poder se le exige que debe tener por verdad que un juez, a la hora de fallar, se despoja de sus creencias privadísimas, económicas o familiares, ideológicas o partidarias y falla conforme a derecho, el ciudadano se caga de la risa. ¡Qué le vamos a hacer! Es así. Comer vidrio es un hábito en decadencia.
Una de las muletillas que el ciudadano corriente ha incorporado a su acervo de creencias, por surgir esa muletilla como una suerte de confesión de parte, es la que dice, del Derecho, que hay la mitad de la biblioteca para defender una posición y hay la otra mitad para refutarla. Cuando un profesional del Derecho aparece por la televisión y repite esa muletilla, ¿Qué cree que provoca en el ciudadano que lo ve y escucha? ¿Simpatía? ¡Uh, mirá que simpático! No, hermano: el hombre del común toma esa muletilla como una confesión de parte: Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros.
La relación que tiene el hombre del común con la Justicia es mala. No le cree a la Justicia cuando está obligado a afirmar que sí le cree.
Si el Sistema de Administración de Justicia no hace nada para que sus sentencias, que el ciudadano debe aceptar sí o sí por vivir en un estado de derecho, se hallen en correspondencia con lo que el ciudadano en el fondo cree acerca de la sentencia, la culpa es del sistema de Poder Judicial, no del ciudadano común. Aun en el caso de que estuviesen en lo justo. Si no lo dicen, si se ocultan detrás de sus sacrosantas togas porque creen que poseen sacralidad entre el pueblo, se equivocan, y mal.
Está el viejo chiste aquel del abogado famoso (y caro) que fue contratado por un político corrupto para que lo defienda en un juicio por afanarse media república y, tras anoticiarse el boga de una sentencia favorable a su poderoso cliente, lo llama por teléfono desde su estudio para decirle: Se hizo justicia, señor. A lo que su poderoso cliente le responde: Apele, doctor, apele.
El chiste debe tener un millón de años y lo entiende cualquiera, a partir de los cinco o seis años de edad.
¿Cuándo fue que alguien poderoso cayó en cana por corrupción? Pero en cana de verdad: cien años y a pan y agua. La respuesta la conoce todo el mundo: nunca. Entonces, ¿de qué se molestan los señores magistrados cuando en una mesa de café, o en una fila de supermercado, o en la sobremesa de los ravioles domingueros, las personas corrientes afirman que no creen en la justicia?
Ni hablar de los casos de delitos aberrantes contra las personas. Por ejemplo, los casos de abuso sexual por parte de los curas. O los casos en que la ley habilita a los médicos a abortar a una menor abusada por su padrastro... No, un señor se molesta por sus creencias religiosas y presenta un recurso de amparo. Y entonces todo un sistema burocrático se pone en marcha para impedir que lo que la ley permite y a lo que un juez ordenó, otro juez lo invalida. ¿Qué espera el ciudadano corriente en casos como ése? La respuesta brutal sería: que la menor aborte en medio de la mayor discreción y al padrastro se les corten los testículos para tirárselos a los gatos. La respuesta civilizada: que la menor pudiera abortar discretamente y el victimario sufra la pena que marca la ley por abuso sexual. Pero tales cosas no suceden de ese modo y entonces el tipo corriente se calienta en contra del Sistema de Administración de Justicia.
Hablemos a calzón quitado: ¿De veras creen los señores magistrados que el hombre corriente puede tener algún respeto por la justicia? Debe tenerlo, que es otra cosa. Pero no lo tiene. Debe respetar, pero no puede respetar. Sólo simula que respeta. Por conveniencia. Forma parte del contrato social. De la simulación general de la vida social. Porque si no, si dejamos de simular, terminaríamos matándonos los unos contra los otros.
No estaría nada mal que los jueces rindan cuentas ante la sociedad, en forma regular. Vivimos tiempos en los cuales los pilares de la hipocresía se derrumban ante el sacudimiento que provoca una gigantesca comunicación transversal. Vivimos tiempos en los que la vaharada de la putrefacción que se anidan en las oficinas burocráticas del Estado es imposible de ocultar con desodorantes de ambiente de cuatro pesos el botellón. Vivimos tiempos en los que la televisión de alta definición, si se me permite la metáfora, nos permite ver los hilos de las caretas de cuanto personaje desfila ante las cámaras. Vivimos tiempos en los que cada día es más difícil vender espejitos de colores porque escasean los compradores. Vivimos tiempos en los que las putas cosas tienen la puta tendencia a mostrarse como son en realidad. En tiempos tales como éstos, el que los jueces se abroquelen en las anacrónicas torres de marfil, es una tomadura de pelo a los ciudadanos. En tiempos tales como éstos, que los jueces sigan creyendo que la solemnidad declarada los mantiene al margen de la mirada del ciudadano, es una muestra de supina ignorancia.
¿Ignorancia de qué? Pues precisamente de eso: de los tiempos que corren.
Alfredo Arri
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