viernes, 12 de febrero de 2010

El ombú de la esperanza. Textos del Centenario.

Recuperando Textos del Centenario. Hacia la celebración del Bicentenario.


Crónicas y semblanzas históricas.
Mariano Pelliza: El Ombú de la esperanza.


Leo en un viejo libro de divulgación histórica para escolares, escrito por Mariano Pelliza y editado por Félix Lajoune editor, en Buenos Aires 1896, un relato delicioso -curioso al menos- que reproduzco en esta entrada.

El pequeño libro es muy interesante para ver -hoy- con qué tipo de hechos y con qué tipo de retórica, nuestras élites se preparaban -y preparaban al pueblo- para los festejos del Centenario.

El capítulo que elegí para reproducir aquí es el que refiere, no sólo al "Ombú de la esperanza", como promete el título, sino las intimidades de la quinta de Juan Martín de Pueyredón, de su propio habitante y de sus circunstanciados huéspedes ilustres, José de San Martín y Tomás Guido.

De más está aclarar que este es un texto seleccionado por su valor literario y testimonial de época, y no por sus precisiones o inexactitudes históricas, que no son tema de debate en este blog.

El autor del libro, don Mariano Pelliza, declara en su texto haber oído los relatos de primera mano. Así que, allá vamos...


Cosas de Antaño. El ombú de la esperanza.

Por Mariano Pelliza. 1896


¡Qué tiempos aquellos! Ya todas las páginas caseras de los héroes, de los políticos, de los caudillos, se pierden y se borran bajo el abigarramiento de la civilización que nos invade de ultramar. Nuestros padres tenían el recuerdo, nosotros la sombra del recuerdo, pero nuestros hijos ya no tendrán nada; y no tendrán nada, porque la historia que se escribe no recorre y escudriña la alcoba, ni la cocina, ni el huerto, y se contenta con visitar el salón. Se queda en la puerta, examina el frontis, pero no nos muestra el interior. Los personajes que exhibe vienen todos vestidos de gala, de guante, de tricornio, de bastón, transfigurados: son seres postizos e ilusorios.

Nos da la mente del ministro, el valor del general, la magnanimidad del magistrado, pero nos calla todas sus flaquezas: no vemos al hombre con sus hábitos, con sus gustos, con sus achaques, y con sus manías. ¡No sabemos sobre qué tela frágil se borda muchas veces una epopeya!

Cuántas veces el pensamiento de un ministro es un plagio; su obra maestra una copia; su gran decreto, un decreto del país vecino; y cuántas veces el general, aclamado vencedor sobre el campo de batalla que él no gana pero que pierde el enemigo, ha necesitado de su esposa para ceñirse la espada porque su mano trémula no acertaba con la hebilla, o con el dorado broche donde el cincel del hábil artista había esculpido las armas de la nación. Secretos son estos que no revela la historia.

Yo me he sentado muchas veces en el poyo de ladrillo pegado al muro, que bajo el alero de la antigua casa Marzano, existía en la calle real de San Isidro, y allí, en ese mismo banco, rústico y feo, se habían sentado muchas veces el general San Martín y su amigo el después general Tomás Guido.

Allí, en la extremidad del pueblito que uno de mis antepasados fundó con su propiedad y con su dinero, teniendo el río a su derecha y la risueña aldea de Punta Chica con su ancho camino al frente, aquellos dos patriotas se sentaban a discutir los grandes negocios de la independencia, en tanto que el negro ordenanza de San Martín clavaba en las junturas del enladrillado un asador de hierro con la mitad, todavía humeante, de un costillar de vaca, que los dos patricios comían sin otro acompañamiento sólido que un pambaso de a cuartillo, trabajado por doña Petrona, la única que en el pago sabía amasar con levadura, y sin otra bebida que agua, traída por el negro en un botijo larguilucho, desde el pequeño puerto de doña María Eusebia.

Y, yo no lo he visto pero me lo ha contado quien lo sabe y lo recuerda, que después de almorzar así campechanamente, San Martín y Guido tomaban por la calle real unas cuantas veces, otras por el camino al pie de las barrancas, y proyectando, discutiendo sobre la libertad de América se iban paso a paso hasta la hermosa quinta del director Pueyredón, sobre la barranca, donde el soberbio magnate rodeado de lujosa servidumbre, son repostero de París y cocina propia de un rey, se hacía servir en la sola comida que cada veinticuatro horas hacía, los platos y manjares más delicados; sin que sus amigos San Martín y Guido lo acompañasen a otra cosa que a beber el exquisito café de Yungas, traído a lomo de mula desde los valles del Perú como si se tratase del té que se cosecha en el imperio chino para la sola y dorada jícara de su emperador, el hijo del cielo. El soldado y el ilustre cortesano, también soldado valiente, pero aristocrático en su salón, en su mesa y hasta en su baño de ámbar, se tocaban y confundían en su grande y desinteresado amor por la patria. Después del café se levantaban los tres personajes: San Martín, calzado de botas herradas, vestido de azul con su corbatín histórico y la gorra de cuartel; Guido, de zapatos de hebilla, media negra de seda, casaca verde botella y sombrero de fieltro de gusto inglés; Pueyredón, con la clásica sencillez de un plantador, usaba allí una ropa casi talar, de seda anteada, calzado de cordobán amarillo y un sombrero de jipijapa de tan grandes alas que parecía un inmenso paraguas.

Guido tomaba un libro de la estantería. Pueyredón una escopeta morisca cincelada, y San Martín una cartera con papeles y pinturas; y así se ponían en marcha seguidos de un negrillo que llevaba sobre su traje blanco, el morral y los útiles de caza de su amo.

Se encaminaban por la calle de los nogales hacía el ombú de la Esperanza, hermoso y gigantesco árbol que se eleva todavía solitario cerca del camino real, y dentro de la chacra que fue del mismo Pueyredón.

Ellos lo bautizaron así, porque sentados en su enorme tronco, juraron consumar la obra de la independencia. Guido leía un rato, San Martín dibujaba y Pueyredón hacía algunos tiros al vuelo, cuyas víctimas eran recogidas por el criado y llevadas a la cocina del gastrónomo sibarita para su comida del día siguiente.

Tenía especial gusto en comer las aves muertas de su mano, y prefería una gaviota volteada por su escopeta a la más rica de las aves de corral. Tan cultivado tenía Pueyredón los placeres del estómago, tan metodizada la sucesión de su comida para no fatigarse, que se puede afirmar que los 365 días del año tenía una comida distinta.

Para satisfacer estas exigencias gastronómicas sin agotar los recursos de su cocina, hizo traer de Europa, entre muchas cosas aquí desconocidas, los caracoles que propagó después en sus jardines.

Los pescados se conducían vivos a los estanques para comerlos por su orden.

Allí se beneficiaba el cerdo; había palomares y cuantas aves domésticas se conocen en el mundo. No faltaban liebres ni conejos.

Trascurrían dos o tres horas en estos ejercicios de lectura, pintura y caza; se comentaba la página leída por Guido; se aplaudía o se criticaba la viñeta dibujada y colorida por San Martín, o se festejaban los certeros y siempre felices disparos de la segura y relumbrosa escopeta del dueño de la casa. Nada o muy poco se hablaba, en esas horas, de política ni de guerra: se vivía y se gozaba de la existencia, olvidando sus preocupaciones en el seno cariñoso de una confianza recíproca. De vuelta de la caza, tomaba Pueyredón una llave de su armario, y dejando el gran sombrero en una percha fija en la pared, poníase un gorro, que por su color y hechura, revelaba algún parentesco con el bonete de la libertad, dirigía a sus amigos por una escalera y los tres se encontraban en el pequeño saloncito que constituía el mirador coronado exteriormente por cuatro perillas de barro colorado. Allí trataban de política y fumaban, sin testigos.

Los viejos aún lo recuerdan, y yo mismo cuando niño he corrido y jugado por las desiertas habitaciones del arruinado palacio, porque tenía aquel hogar solitario el atractivo de los membrillos y de las peras del Bosque Alegre.

Allí encerrados discutían las más graves cuestiones de Estado y en una de esas pocas entrevistas de 1817, se resolvió la marcha de Guido a Chile como diputado de las Provincias Unidas.

Esto sucedía poco después de la gloriosa batalla de Chacabuco.

Dos de aquellos tres hombres eran ya ilustres en la historia de América. El otro se ilustraba, y debía también rendir a su patria servicios eminentes. Pueyredón lucía sobre su brazo el escudo de la Reconquista, y lo cubría la gloria homérica de la campaña del Despoblado en 1811. San Martín llevaba sobre sus sienes la corona de los Andes.

Mariano Pelliza. El ombú de la Esperanza, en Glorias Argentinas, Buenos Aires 1896, pgs. 215 y sig.

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