viernes, 26 de febrero de 2010

El absurdo en los medios de comunicación.

Bitácora del ciudadano. Reflexiones de un viejo que no se deja.


El absurdo en los medios de comunicación.


No esperaba, lo confieso, llegar a esta altura de la vida y hallarme de pronto invadido por una duda existencial. Pero lo cierto es que una duda existencial me asaltó ahora, en la vejez, y me enfrento de pronto a la tarea de eliminarla de mi estado de ánimo. No es que hubiese alcanzado ese grado de sabiduría de la vida a partir del cual ya nada quedaría por aprender. No, claro que no. Lejos de ello. Pero sí hay algunos hitos alcanzados en ese camino hacia la sabiduría de la vida que los tenía por superados y ahora me encuentro con que no, con que tal vez queden hitos por superar en algunos aspectos que tenía por superados, tal como por ejemplo eso de intuir al prójimo. Me explico mejor:

Cuando tenía veinte años conocí a un hombre que me doblaba largamente en edad y que era eximio representante de ese arte que consiste en caracterizar al prójimo a partir de señales externas que ese prójimo ofrece a través de la comunicación, verbal y gestual. A ese veterano amigo mío le bastaban cinco minutos de conversación con un extraño para que, al cabo de esos cinco minutos, se hiciera la representación cabal de toda la vida de ese extraño, de su carácter, de su calaña moral, de sus manías o vicios, o de sus virtudes. Y nunca erraba el diagnóstico.

Algunos poseedores de ese don, o de ese arte, lo han sabido explotar económicamente. Me refiero, claro, a las más hábiles tarotistas, lectoras de borras de café, y adivinadoras de todo tipo que saben leer los gestos y las pocas palabras de sus cándidos clientes para pintarles un cuadro que dejan con la boca abierta a quienes los consultan. No es casual que esta calaña de explotadores de las más básicas angustias humanas sean mujeres: por alguna razón que no conozco pero cuya realidad es evidente, ese don o ese arte de caracterizar al prójimo con una sola mirada es más común entre las mujeres que entre los varones. O mejor expresado: las mujeres parecen estar genéticamente dotadas para desarrollar ese don desde temprana edad.

Mi amigo no era, ni adivinador, ni nada de eso. La única explotación de su don era lúdica y consistía en reducir la caracterización que se hacía de un extraño a una fórmula chusca, generalmente un apodo o mote que, además de ser ingenioso, pintaba de cuerpo entero al fulano caracterizado. Lo hacía por pura diversión, dado su carácter histriónico. Y debo de confesar que muchos de esos motes inventados por mi amigo quedaron definitivamente pegados a sus desavisados portadores y al cabo de los años, el fulano que llevaba el mote tal se seguía comportando en perfecta correspondencia con él.

Confieso, también, que me fue necesario meterme en el conocimiento de muchas ramas accesorias del saber que ignoraba, nada más que para comprender cabalmente el significado del mote. Así, por ejemplo, un día en que bautizó a un fulano con la expresión El marqués de Boccanegra, tuve que conseguirme una grabación del tango Che, Bartolo para poder aprehender la caracterización hecha por mi amigo. Y es hasta el día de hoy que, cada vez que escucho a Gardel cantando Che, Bartolo me acuerdo de aquél tipo que, por supuesto, siguió comportándose toda su vida como un auténtico marqués de Boccanegra, un auténtico Bartolo.

Yo era muy joven entonces, y sospechaba que ese arte, del que mi amigo era artista consumado, era un don. De todos modos, un día le pregunté: ¿Cómo hacés? Me sorprendió su respuesta: eso se aprende con los años. Le hice notar que él no era ningún viejo, ya que por aquellos años promediaba los cuarenta de su edad. Y su réplica fue más sorprendente aún. A los doce años, mi vieja se presentó en la escuela. Entró al aula con la directora. Me llamaron, y el el patio del colegio, mi vieja me dijo que mi padre había muerto. Me retiró de la escuela y nunca más volví. A los doce años tuve que empezar a trabajar. Mi vieja cosía en casa, y yo repartía los diarios de un quiosco. A los trece entré como aprendiz a una fábrica de zapatos y a los dieciocho empecé como vendedor. Los demás pibes ni se enteraron que el mundo estaba lleno de hijos de puta hasta la edad adulta. Yo supe de eso a partir de los trece. Además, leí tantos libros que a los treinta pude hacer el secundario en tres años. Así que hacé de cuenta que tengo como cien años.

En otros ámbitos, hay quienes tratan de sistematizar ese arte, convirtiéndolo en disciplina científica. La serie de televisión Lie to me ha popularizado esa rama del saber. No sé, ignoro, si quienes acceden a este arte por la vía científica alcanzan los grados de perfección que tienen los intuitivos que hay entre los hombres corrientes. Estoy tentando a pensar que sí, que lo superan; pero esto es nada más que una conjetura basada en mi fe en la ciencia y en la rígida espitemología.

Yo no alcancé en este arte la categoría alcanzada por mi amigo, pero sí alcancé una útil, como para andar por la vida con la suficiente prevención. En los términos más brutales, ese arte me ha permitido saber con toda seguridad a quién le puedo abrir las puertas de mi casa, y a quien debo atender de la puerta de entrada para afuera. Que no es poco.

¿Me equivoqué muchas veces en alguna caracterización? Creo que no. No me animo a afirmar infalibilidad por la sencilla razón de que muchos de los recién conocidos a quienes caractericé por sus palabras y gestos, desaparecieron de mi vida rápidamente. Esto me impide conocer, por supuesto, qué fue de sus vidas y cómo fueron sus comportamientos. Pero, entre los que permanecieron a la vista, digámoslo así, nunca le erré.

Los consejos de los expertos en este arte ayudan, por cierto. Y los buenos libros también, ya que pueden ser considerados como consejos largamente meditados. Leo a Schopenhauer:

El que cree que en el mundo los diablos nunca andan sin cuernos y los locos sin cascabeles, será siempre víctima o juguete de ellos. Agreguemos a todo esto que, en sus relaciones, las personas hacen lo que la luna y los jorobados, es decir que no nos enseñan nunca más que una cara: tienen un talento innato para transformar su rostro, por medio de una mímica hábil, con un disfraz que reperesneta muy exactamente lo que debieran ser en realidad; ese disfraz, cortado a la medida de su individualidad, se adapta y se ajusta tan bien que la ilusión es completa. Cada cual se lo pone siempre que se trata de hacerse acoger bien. No debe uno tampoco fiarse de él más que de su disfraz de tela encerada, recordando el excelente proverbio italiano: Non è si tristo cane, che non meni la coda. (No hay perro tan desdichado que no menee la cola).

Preservémonos, en todo caso, de formarnos una opinión muy favorable de un hombre a quien acabamos de conocer; por lo general, nos sentiríamos desilusionados con gran confusión nuestra, y acaso con detrimento nuestro. Otra observación digna de notarse: precisamente en las cosas pequeñas, en que no se piensa preocuparse del gesto, revela el hombre su carácter; en acciones insignificantes, a veces en simples modales, puede observarse fácilmente su egoísmo ilimitado, sin consideración hacia nadie, que no se desmintará después en las cosas grandes, sino que se disimulará.... no permitáis a ese hombre que cruce vuestros umbrales.

Arthur Schopenhauer. La Sabiduría de la vida. Porrúa, México, 1991, pg 107


El arte del que vengo tratando en esta entrada consiste, pues, en apuntar toda la propia atención hacia los gestos de los que se despreocupa el prójimo a quien se acaba de conocer. Con los años, uno se convierte en un eximio lector de ojos, de cejas, de labios, de lenguas, de ceños, de aliños, de manos, de hombros, de vestimentas y hasta de los modos del tan viejo como el hombre andar.


Pues bien: como lo afirmé desde la primera oración, yo vivía en paz con el goce de este arte hasta que de súbito debí admitir que comenzaba a dudar. Es que habían aparecido factores que, de una manera abrupta, alteraron la interacción humana en general. El novedoso factor más importante fue este: la interacción humana se mediatizó: de pronto, en pocos años, dejó de ser posible ir a un acto político para conversar, mano a mano, cara a cara, con el politico. Estos aparecen nada más que en la televisión y es a través de la pantalla la única forma que se tiene de semblantear al fulano.

Esto no sería un problema grave, ya que dadas las modernas técnicas de televisación, con la alta definición y los primerísimos planos, la gestualidad del tipo o tipa sujetos a observación están mucho más expuestas. Más aún: hasta se puede grabar y después pasar en cámara lenta allí donde uno sospechó el gesto delatador.

El verdadero problema es que uno estaba totalmente condicionado a tomar a todo personaje que aparece por televisión como tal, es decir, como un personaje, generalmente diverso a la persona que en la vida privada podría ser. Pongo un sólo ejemplo: ¿A quién le importaría saber si Susana Giménez es lo que uno ve en la pantalla o es una persona muy distinta al personaje? ¿A quién le importa si se casa o se divorcia, o si compra autos por izquierda o por derecha? A nadie. A mí no me afecta lo que el personaje hace en su vida. Uno consume al personaje. La persona Susana Giménez no tiene ninguna cabida en mi vida. Es una imagen. Es el personaje que me entretiene cuando ceno, y que desaparece de mi vida ni bien cambio el canal.

Pero con el político es otra cosa: el político no es un personaje; es una persona real, cuya capacidad de hacer, si ejerciera el poder que busca a través de los medios, sí afectaría mi vida. En tales casos sí me interesa saber qué tipo de tipo es el tipo que se pone ante cámaras para hablar de minucias tales como impuestos, políticas de seguridad pública, relaciones exteriores, política social, etc.

Ahora bien: si los políticos son personas reales que se presentan en los medios; y si la alta calidad técnica de los medios facilitan el semblanteo, ¿cuál es el problema?, se preguntará mi lector. Respondo: los problemas son dos: El primero, que al abandonar la tribuna y el comité para moverse en la televisión, los políticos dejan de mostrarse como son para mostrarse como personajes. Ésto sería un problema menor, ya que, al igual que en el caso del tratamiento tête a tête, sólo se trata de descubrir la persona que hay bajo el disfraz de tela encerada. El problema mayor es este otro: el problema mayor es el que proviene de los mismos medios, desde los cuales mil voces en off afirman, con el argumento convincente de la repetición infinita y hasta el cansancio que, por ejemplo, ese fulano cuyas palabras y gestos apenas perceptibles transparentan su indubitable condición de hijo de puta, es presentado como el discípulo predilecto de María de Calcuta, digno heredero del título de Padre de la patria, y el Campeón Nacional de los Impolutos. Y, por el contrario, aquellos políticos cuyas palabras y signos transparentan una conducta digna, coherente, sincera, ideológicamente firme, son presentados como las encarnaciones del Mal en la tierra, que se han robado todo y que seguirán robando hasta que alguien los detenga, que sea rápido por Dios.

A unos se los pondera tanto; y a otros se los insulta tanto, que al final acabo preguntándome: ¿Seré tan boludo que no veo lo que se dice que todo el mundo ve?

Cuando era joven me podía permitir la licencia de hacerme preguntas como ésa. El tiempo me sobraba entonces, y las dudas eran muchas y de muchos tipos. Pero ahora, a esta edad, preguntarme si acaso no soy un viejo boludo, me resulta imposible siquiera de considerar.

Así que yo, queridos amigos, seguiré al palo con la práctica de mi arte duramente adquirido. Si el político que aparece en la televisión tiene cara de hijo de puta, dice cosas propias de los hijos de puta, se le escapan los gestos que son los propios de los hijos de puta, tiene un pasado digno de un hijo de puta y lleva a cabo acciones propias de los hijos de puta, entonces, señores: ése tipo es un auténtico hijo de puta.

¿Y qué hago entonces con toda esa caterva de periodistas, locutores, conductores, animadores, hablistas, cómicos y hasta lunáticos border que afirman todo lo contrario a lo que mis ojos ven, mis oídos oyen, y mi saber colige? Pues no me queda otra que mandarlos, a todos y a cada uno, a la reputa madre que los parió. Este viejo no se deja.


Alfredo Arri


Y como yapa, van los versos de Enrique Cadícamo para el tango: Che, Bartolo.

Che, Bartolo.

tango. Letra de Enrique Cadícamo.


Gran vivillo de aspamento, malandrín de meta y ponga
atajate este ponchazo que te voy a sacudir,
no es que quiera deschavarte por cantar una milonga
si no porque con tus brillos vos no me vas a engrupir.

Che, bacán de rango mishio, te diré que algo me alegra,
relojearte entre la mersa que la va de Tabarís.
A vos te llaman los giles el marqués de Boccanegra
como a mi me baten "Chorro", "El herrero" o "El perdiz".

Che, Bartolo...
batí si te has vuelto colo
pa' quererte disfrazar.
Boccanegra...
hay que ver cuál es la suegra
que a vos te podrá aguantar.
Vos de negro,
tenés sólo tu prontuario
que no sé cómo escondés.
Che, Bartolo...
como reo yo te pido
que dejés el apellido
de aquel noble genovés.

Si el monóculo insolente te da un aire bacanejo
y ese empilche tan debute te barniza de marqués,
no la va del mismo modo el curdela de tu viejo
que entre gente de boliche va arrastrando su vejez.

Yo no sé con qué ganzúa has abierto ese agujero
que los reos de mi rango le llamamos "sociedad",
pa' mi que te equivocaste, la de "negros candomberos"
es la socieda' indicada donde podés alternar.

o0o

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