martes, 13 de abril de 2010

Confesión formal de Bill Clinton.


Soberanía alimentaria.

Clinton y las consecuencias de una decisión.


"Tengo que vivir cada día con las consecuencias de una decisión mía que fue, quizá, buena para algunos de mis granjeros en Arkansas, pero que fue un error porque trajo también como resultado la pérdida de la capacidad de producir arroz de Haití y, consecuentemente, de su capacidad de alimentar a su pueblo. Fue resultado de algo que hice yo. Nadie más".


Estas palabras las pronunció el ex presidente estadounidense, William Clinton, el último 10 de marzo en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado de EUA. Había sido citado ante esa comisión para rendir cuentas de su papel de enviado especial a Haiti tras el terremoto que padeció el pueblo haitiano.

El lector podrá leer toda la información al respecto en la nota de El País: La confesión de Clinton, por Soledad Gallego-Díaz.


El concepto de soberanía alimentaria es uno mucho más complejo y más serio que la mezquina aparatología ideológica de los economistas, liberales o no. Aquí, en este caso, el ex titular del Imperio pudo ver en el terreno, en circunstancias trágicas, las consecuencias remotas de una medida salida de sus manos, destinada a mejorar los negocios de un par de particulares, que produjo un desastre social.

En nuestro país estamos atentando contra la soberanía alimentaria, aunque por otra vía a la mencionada para el caso del arroz haitiano, o del maíz mexicano: aquí estamos atentando contra la soberanía alimentaria a partir de la sojización masiva, que no detiene su proceso de desplazamiento de pequeños productores de otros bienes de la tierra, e incluso el desplazamiento de población rural hacia los centros urbanos. El problema es serio y tiende a agravarse. El Estado, a su vez, está atrapado en este sistema que es a la vez productor y destructor, debido a los ingresos aduaneros y fiscales que origina la exportación del poroto y el aceite del poroto. Las medidas políticas necesarias parar este proceso son difíciles, debido a la resistencia que provoca cualquier alteración sobre este modelo de plata fácil para muchos propietarios de tierras. Pero, algún día se tornarán necesarias y han de ser necesariamente duras. Entre el aumento de la pobreza que produce como consecuencia del desplazamiento de pequeños productores rurales y el paulatino pero sostenido encarecimiento de productos tradicionales de la producción agropecuaria cada vez más escasos, la perspectiva a mediano plazo es más que negra. No sería nada descabellado imaginar que en unos pocos años comience a vislumbrarse la posibilidad de una profunda reforma agraria como camino necesario para la supervivencia económica, social y aún ambiental de la patria. Por lo pronto, algún mecanismo de regulación estatal para la comercialización de los productos de la tierra tendrá que meterse en la agenda política.

Alfredo Arri

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