jueves, 14 de enero de 2010

Evita. Nuestra singularidad.

Reflexiones.

María Eva Duarte de Perón, Evita. Nuestra singularidad.

En el cincuenta y siete aniversario de una muerte obrada por Dios para empujar la infatigable lucha por la emancipación de los humildes.




Cuando los buitres te dejen tranquila
y huyas de las estampas y el ultraje
empezaremos a saber quién fuiste.
María Elena Walsh. Eva.



Eva, nuestra singularidad.


Cuando murió Eva Perón yo era un chico que empezaba la escuela. Por aquellos años se ingresaba a la escuela a los seis, en el llamado primer grado inferior. Cuando Juan Perón fue derrocado, ya cursaba el tercer grado.

La memoria que conservo de esos años, como se comprenderá, es muy escasa y fragmentada. Recuerdo los libros de lectura, con las imágenes de Perón y Evita, que inmediatamente después del golpe de setiembre fueron rápidamente sustituídos por otros. Esta sustitución obligatoria era a elección de los padres. La obligación era que había que desaparecer los libros oficiales; la libertad de elección: podíamos llevar al cole cualquier libro, menos los oficiales. En mi caso, mi padre me compró unos libros de cuentos de Constancio C. Vigil; libros primorosamente encuadernados y bellamente ilustrads que conservé por mucho tiempo.

Lo que conservo como recuerdo propio de esos años, pues, se limita a las imágenes de Perón y Evita que se repetían en mis libros escolares, o en los parques, o en las vidrieras de algunos comercios; y a los eslóganes más conocidos en la era peronista: En la Argentina de Perón los únicos privilegiados son los niños; Eva, jefa espiritual de la Nación…

Conservo nítidamente, también, los días compartidos con centenares de otros chicos, hijos de compañeros de trabajo de mi padre, en una colonia de vacaciones sindical, en un hermoso campo, con decenas de árboles, (recuerdo especialmente las moras), juegos, canchas; con suntuosos y amplios edificios donde compartíamos juegos, comidas…

Y conservo, también, las impresionantes imágenes de mil boquetes de balas y metralla de bombas en las paredes de los edificios que enmarcan la Plaza de Mayo; recientes rastros notorios de aquel crimen atroz de junio del 55. Estrago bélico que mis ojos de niño de nueve o diez años miraron azorados, mientras una de mis manos, seguramente, apretaría fuertemente la mano de mi padre.

Después del 55, en la escuela Perón se convirtió súbitamente en el tirano prófugo y más tarde, poco a poco, el peronismo de Perón fue parte del pasado. Como tal, como parte del pasado, el peronismo de Perón me fue contado de mil modos diversos, según quién me lo relatara. Escuché todas las versiones. Escuché todos los relatos. Leí libros. Pregunté. Busqué. Indagué. Pesquisé. Y al llegar a los veinte años de mi edad había descubierto las dos únicas cosas que tengo por verdades de aquel pasado que, en los años que refiero aquí, eran todavía recientes: Una, que Juan Domingo Perón había sido y había de seguir siendo por siempre objeto de discusión. Dos: Que Eva Perón había sido y seguiría siendo por siempre un objeto de amor, o de odio.

A Perón se lo discutía y se lo había de discutir por siempre desde las cabezas, desde las ideologías, desde los lugares comunes de la conversación. A María Eva Duarte de Perón se la refería y se la había de referir por siempre desde las vísceras. Evita había de permanecer en el ideario colectivo, o como la Abanderada de los Humildes, o como la maldición con la que Dios castigó a los argentinos de bien por algún ignoto pecado. Eva, esa puta… escuché decir muchas veces durante mi infancia y adolescencia. Palabras siempre mordidas con todo el odio del que el ser humano es incapaz de ocultar.

Más tarde, allá por los sesenta y tantos, cuando el mundo entero recibió la ola revolucionaria, en nuestra patria, poco a poco se empezó a comprender que Eva había sido, ante todo, una revolucionaria. Una revolucionaria que creció como tal al lado de un líder como pocos dio América; un adalid que pudo ser muchas cosas, pero nunca un revolucionario. Una paradoja extraordinaria. Una burla de la Historia. Un desafío de los hombres a Dios.

A partir de esa paradoja comencé a entender la dicotomía de sentimientos que el solo nombre de Eva provocaba y sigue provocando aún entre mis compatriotas: Eva, la que había denunciado a la oligarquía y al capitalismo salvaje era amada por los pobres y era odiada por los ricos. Los sentimientos tan fuertes alrededor de su figura eran, simplemente, el amor o el odio de clases. Algo así a como se siente el Che: La encarnación del Hombre Nuevo para unos; el asesino para otros. Así de igual se siente a Evita: la Vindicadora de los Humildes para unos; la usurpadora para otros. Evita, para unos; Eva Perón para otros.

Pasaron más años todavía. En las horas más negras de la peor noche de nuestra historia nacional, en 1978, Evita fue una ópera. La excelencia de dos artistas y el azar elevaron a la categoría de icono universal a nuestra Eva. Las mentes simples, ésas que gustan ejercer escrupulosamente “la policía de las pequeñas imperfecciones” pusieron el grito en el cielo sin comprender, los muy cortos de vista y entendimiento, que Eva ingresaba a la globalización y que al ingresar en la globalización ingresaba, a la vez, en la Revolución. Porque la Revolución ha de ser universal o no será.

Así, devenida icono, Eva pasó a ser la mujer humilde que llevó consigo el clamor de los humildes y las ansias de libertad de la mujer a las entrañas del poder, y a quien el poder le devoró las entrañas hasta llevarla a la peor de las muertes, la prematura muerte. La perfecta metáfora: Ni de la mano de un hombre, mucho menos de la mano de una mujer, los humildes no deben insolentar al poder. Al poder hay que destruirlo, no insolentarlo; si no, el poder acabará aniquilando a quien ha osado insolentarse con él.

Eva Duarte murió de un cáncer a los treinta y tres, es verdad. Pero, ¿quién podría refutarme la creencia de que esa muerte fue obrada por Dios para que los hombres construyamos la metáfora aleccionadora? Nadie podría. No tendría argumentos. Ni uno solo.

Más tarde, en los convulsos años de la violencia en nuestra patria, muchos marcharon al ciego y absurdo combate de derrota cierta en medio de un cántico ficticio: Si Evita viviera, sería montonera.

No hay –nunca la ha habido; nunca lo habrá- ucronía posible con la figura de Eva Perón. Porque las ucronías que podríamos elaborar a partir de la premisa contrafactual si Eva no hubiese muerto son tantas y tan alejadas todas de la realidad histórica que nos ha tocado vivir, que acabaríamos componiendo un vasto inventario de universos conjeturales sin alcanzar jamás ni uno solo que se corresponda, ni de cerca, con el universo de la historia realmente vivida por todos nosotros.

Conjeturar qué habría sido de Argentina si Evita no hubiese muerto en el tiempo en que murió, es tan vano e inútil como conjeturar qué habría sido de Occidente si Cristo no hubiese resucitado al tercer día de su muerte. La notoria vaciedad de universos tales por contraste a los de la historia real -y además multiplicados al infinito-, producirían sentimientos insoportables.

Podría cualquiera conjeturar, en un brote de pasatiempo lúdico aunque irreverente, que de no haber nacido Albert Einstein de todos modos algún otro hombre habría formulado la Teoría de la Relatividad; o que si Gardel no hubiese muerto en Medellín, habría transitado patéticamente la impiadosa vejez del ídolo decadente. Pero las conjeturas que pudiere alguien hacer a partir de la hopótesis si Eva Perón no hubiese muerto en el 52, producirían –todas- sentimientos insoportables por su notoria desproporción.

Evita pasó por la vida de Juan Perón para inclinar a favor de los humildes el artificio histórico creado por el padre de la criatura. Muerto Perón, el peronismo ha sido reclamado una y otra vez para sí por las clases sociales que lo crearon y lo usufructuaron: las siempre miserables oligarquías terratenientes, las siempre inestables burguesías nacionales y las siempre acomodaticias corporaciones sindicales colaboracionistas.

Si esas clases privilegiadas no han logrado aún recuperar del todo al peronismo para sí, ello se debe a la existencia, efímera pero intensa y revolucionaria, de María Eva Duarte de Perón, o Eva María Duarte o simplemente Evita. De ahí que el odio a “esa mujer” no ha decaído un ápice entre las clases privilegiadas de nuestra patria, ni entre los tilingos y tilingas de ciertas capas medias de la población, después de más de medio siglo de su muerte.

Pero el tiempo no pasa en vano: aniversario tras aniversario, el pueblo va descubriendo, lenta e implacablemente, nuevos momentos de esa singularidad argentina llamada Evita. Algún día, la conoceremos, por fin.


Alfredo Arri. Julio 2009.


Eva

por María Elena Walsh.


I

Calle Florida, túnel de flores podridas.
Y el pobrerío se quedo sin madre
llorando entre faroles sin crespones.
Llorando en cueros, para siempre, solos.

Sombríos machos de corbata negra
sufrían rencorosos por decreto
y el órgano por Radio del Estado
hizo durar a Dios un mes o dos.

Buenos Aires de niebla y de silencio.
El Barrio Norte tras las celosías
encargaba a Paris rayos de sol.
La cola interminable para verla
y los que maldecían por si acaso
no vayan esos cabecitas negras
a bienaventurar a una cualquiera.

Flores podridas para Cleopatra.
Y los grasitas con el corazón rajado,
rajado en serio. Huérfanos. Silencio.
Calles de invierno donde nadie pregona
El Líder, Democracia, La Razón.
Y Antonio Tormo calla “amémonos”.

Un vendaval de luto obligatorio.
Escarapelas con coágulos negros.
El siglo nunca vio muerte mas muerte.
Pobrecitos rubíes, esmeraldas,
visones ofrendados por el pueblo,
sandalias de oro, sedas virreinales,
vacías, arrumbadas en la noche.
Y el odio entre paréntesis, rumiando
venganza en sótanos y con picana.

Y el amor y el dolor que eran de veras
gimiendo en el cordón de la vereda.
Lagrimas enjuagadas con harapos,
Madrecita de los Desamparados.
Silencio, que hasta el tango se murió.
Orden de arriba y lagrimas de abajo.
En plena juventud. No somos nada.
No somos nada más que un gran castigo.
Se pintó la República de negro
mientras te maquillaban y enlodaban.
En los altares populares, santa.
Hiena de hielo para los gorilas
pero eso sí, solísima en la muerte.
Y el pueblo que lloraba para siempre
sin prever tu atroz peregrinaje.
Con mis ojos la vi, no me vendieron
esta leyenda, ni me la robaron.

Días de julio del 52
¿Qué importa donde estaba yo?


II


No descanses en paz, alza los brazos
no para el día del renunciamiento
sino para juntarte a las mujeres
con tu bandera redentora
lavada en pólvora, resucitando.

No sé quién fuiste, pero te jugaste.
Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo,
metiste a las mujeres en la historia
de prepo, arrebatando los micrófonos,
repartiendo venganzas y limosnas.
Bruta como un diamante en un chiquero
¿Quién va a tirarte la última piedra?

Quizás un día nos juntemos
para invocar tu insólito coraje.
Todas, las contreras, las idólatras,
las madres incesantes, las rameras,
las que te amaron, las que te maldijeron,
las que obedientes tiran hijos
a la basura de la guerra, todas
las que ahora en el mundo fraternizan
sublevándose contra la aniquilación.

Cuando los buitres te dejen tranquila
y huyas de las estampas y el ultraje
empezaremos a saber quién fuiste.
Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva,
única reina que tuvimos, loca
que arrebató el poder a los soldados.

Cuando juntas las reas y las monjas
y las violadas en los teleteatros
y las que callan pero no consienten
arrebatemos la liberación
para no naufragar en espejitos
ni bañarnos para los ejecutivos.
Cuando hagamos escándalo y justicia
el tiempo habrá pasado en limpio
tu prepotencia y tu martirio, hermana.

Tener agallas, como vos tuviste,
fanática, leal, desenfrenada
en el candor de la beneficencia
pero la única que se dio el lujo
de coronarse por los sumergidos.
Agallas para hacer de nuevo el mundo.
Tener agallas para gritar basta
aunque nos amordacen con cañones.

Maria Elena Walsh.

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