El arreo (Tercera y última parte)
5. ¿Y entonces?
Se ha repetido hasta el hartazgo que el argentinazo del 2001 tuvo como consecuencia histórica y social más notoria la fractura de los partidos tradicionales. En el que se vayan todos estaban... todos.
Hubo, luego de aquellas jornadas históricas, y sobre todo luego de los asesinatos de Kosteki y Santillán en abril de 2002, el renacimiento de una esperanza que se depositó en las nuevas generaciones de dirigentes. El azar (o, al menos, una rara conjunción de circunstancias aisladas entre sí) le dio la oportunidad a Néstor Kirchner. La supo aprovechar y en pocos años logró restablecer la confianza popular en los dirigentes políticos. Pero, al propio tiempo, o al poco tiempo, volvieron a aparecer las señales de estructuras fosilizadas de la sociedad (sobre todo de la burocracia administrativa), que aquellos sectores más demandantes -en términos políticos- de la sociedad consideraban la causa de todos los males: La corrupción, el clientelismo, la desidia por las cuestiones más apremiantes como las politicas de seguridad social, la falta de inversiones en la infraestructura que el pueblo usufructúa (o padece) y, lo más intolerable de todo, la escalada en una lucha retórica, discursiva, blablablista con visos de fastidio, cansancio, irritabilidad.
En definitiva: Las muy significativas y muy acotadas (en términos de clase) porciones de la ciudadanía que entre mayo y julio del 2008 fueron protagonistas de las más fuertes movilizaciones de masas que se tenga memoria en mucho tiempo, tuvieron como objeto demandar la conformación de nuevas estructuras de representación política. La demanda era la misma del 2001, que se vayan todos. No es esto lo que queremos. Estamos hartos. Necesitamos otro modo de gobernar la patria. Así no sirve.
Por supuesto, los manifestantes del 2008 fueron defraudados por los convocantes quienes, como se dijo en el comienzo de esta entrada, actuaron como hacendados que arrean hacienda, con un propósito bien definido: defender la faltriquera propia y ofrecer la multitud -la gente- como moneda de cambio. No tengo ninguna duda de que una enorme cantidad de compatriotas que concurrieron a la primera manifestación, en circunstancias simbólicas muy fuertes, como la fecha patria y el monumento al estandarte nacional, fueron convencidos de que estaban fundando un nuevo movimiento, novedoso, innovador, audaz y, sobre todo, ético. Grande fue la desilusión.
El Gobierno, hay que decirlo, no supo interpretar esa demanda de las clases medias. Se agotó en contrarrestar a los fogoneros de esa movida -la derecha cerril, destituyente, los nostálgicos de la dictadura, vamos-, sin acabar de comprender que esos fogoneros fueron y siguen siendo una minoría sin chance alguna de alcanzar el poder por la vía democrática. La primera movida fue desestabilizadora a partir de esos grupos minúsculos y se les fue de las manos. Se les desmadró. No esperaban jamás alcanzar movilizaciones tales y ante tal fenómeno no supieron cómo actuar. No hay que olvidar que estos sectores son, precisamente, quienes más aborrecen a las movilizaciones populares. La segunda movida que decidieron fogonear estos grupos se da ahora, con el culebrón Banco Central. La diferencia está en que esta vez no convocaron a nadie. Son peligrosos, es verdad. También es verdad que el Gobierno no puede bajar las defensas ante estos grupos que están desesperados por abortar esta desagradable experiencia de un maldito gobierno que no reprime, que no ajusta, y que, para colmo, afecta intereses. Pero el Gobierno no puede seguir involucrando a toda la sociedad en esa lucha. Tiene que cambiar el modo, la forma, el discurso. Y tiene que poner los puntos sobre las íes en la cuestión ética.
La nueva ley de medios ofrece una oportunidad que no puede ser desaprovechada o malgastada. Si se usan nuevos medios de comunicación para subir la apuesta en la confrontación, el pronóstico no es alentador. Por supuesto que los grupos económicos que enfrentan al Gobierno son poderosos y poseen medios para manejar la agenda discursiva. Pero, no es de sabios participar en el juego subiendo la apuesta. Es verdad que hay grupos económicos poderosos que seguirán fogoneando la crispación, el miedo, el desánimo. Pero también es verdad que hay todo un pueblo que observa cómo juega cada jugador. Hoy, en esta jugada que empujó a Redrado a esposarse al sillón del BCRA, el pueblo decidió permanecer ajeno a la confrontación. Pero no hay que olvidar que en el 2008, por hache o por be, no estuvo ajena a la confrontación. Se movilizó. En esa ocasión, fue usada y se desmovilizó desilusionada. Pero se puede volver a movilizar.
Movilizándose o no, participando o no, muy amplios sectores de la población están observando todo el proceso con atención. En 2008 dieron una señal fuerte. En junio del 2009, otra. Sepa el Gobierno interpretar las señales.
La derecha cerril ofrece al mercado de ideas y de voluntades su propia interpretación de esas señales. Una de ellas, la más guaranga, es la expresada en la cita del señor Huergo, reproducida más arriba en esa entrada. Otra es la muletilla, falsa, de que el 70 por ciento de la población está en contra del modelo. Es falso. La inmensa mayoría de la población está en contra de que se sigan apañando -desde el poder formal- los viejos cánceres de la sociedad argentina. Está en contra de la corrupción y de la falta de decisión para la resolución de problemas concretos, básicos, menos abstractos. Está en contra de la eternización de la pobreza. Está en contra de la falta de políticas de inclusión para una generación entera de jóvenes que andan sin ton ni son en la calle, sin proyectos ni sueños. Está en contra del persistente deterioro de los logros culturales entre las capas populares. Está en contra de los discursos que exponen conceptos abstractos en mitad de la cena familiar. Está en contra de la corrupción en la burocracia estatal. Está en contra de los estilos patoteriles.
Pongo un ejemplo concreto, que tiene nombre y apellido: indec. ¿Qué provoca la manipulación de las cifras del indec?
Para aquellos que tradicionalmente obtienen pingües beneficios a través de procesos inflacionarios, la existencia de un índice que no refleje ese proceso con la fidelidad (o falta de fidelidad) que ellos quisieran, ven en el gobierno al ladrón que le mete la mano en los bolsillos.
Para aquellos que tienen que pagar deudas en las que los índices de inflación juegan en su contra en relación directa a su número, es decir cuanto más altos más pierden, ven en el gobierno a alguien que defiende sus intereses. Si el deudor es el Estado, los intereses son los del Estado.
Para la prensa que defiende los intereses de los primeros, la manipulación inconveniente del indec es la herramienta más a mano, más eficaz, para tirar dardos envenenados contra el gobierno. La razón es sencilla: el adulterador no se puede defender.
Los ciudadanos corrientes, ni tienen por qué saber qué representa un índice de precios, ni tiene por qué aprenderlo y, lo más importante, no tienen por qué interesarse. Existe algo tan simple como la representación. El ciudadano elige intérpretes que interpreten por ellos. El ciudadano de a pie, simplemente, lee los diarios o escucha radio y televisión. Estos dicen que el gobierno modifica los índices del indec y el gobierno no dice -porque no puede o porque no sabe- por qué los altera. La consecuencia de ello está a la vista. Si al gobierno no se lo pudiera atacar por ese flanco porque, al no alterar las estadísticas, los que se benefician con la inflación alta siguen ganando fortunas, el pueblo tendría más simpatías por el gobierno, aunque tuviese que seguir poniendo del bolsillo propio los beneficios de quienes se benefician. En cambio, al ser atacado por ese flanco, el ciudadano le resta apoyo al gobierno, aunque se beneficie por la táctica del gobierno.
Pero, más allá de todo esto, el procedimiento mismo, el recurso mismo de alterar el metro con que se mide es propio de tenderos tramposos y eso es, en definitiva, lo que el ciudadano corriente no acepta ni aceptará jamás, por más que en la vida privada sea uno de los que compran repuestos de autos en los desarmaderos, o den una coima para zafar de alguna contravención.
Este modo de obrar y juzgar está en la naturaleza humana del ciudadano común que, por su propia posición de sumisión en una sociedad de poder violento, por instinto de conservación, común a todas las clases, actúa necesariamente con doble moral. La peor señal que pueden recibir los ciudadanos desde el Estado, es que la propia acción de quienes tienen la responsabilidad de mantener la ética, la violan. Al violar las normas éticas desde el poder, quedan los propios ciudadanos desnudados, como una suerte de partícipes necesarios.
Si quienes manejan las políticas de comunicación del Gobierno ignoran esto tan elemental que hace a la naturaleza humana, entonces no pueden quejarse de la falta de comprensión de la ciudadanía. El ciudadano de a pie no participa de la idea de que no importa que roben si hacen; sí participa de la idea de que, si roban que no se note, que no escandalice. No en vano los yanquis, maestros en esto del capitalismo y la ciudadanía, han establecido la legalidad reglamentada del lobby, que es, en términos éticos, la medida tolerable de la corrupción estatal en connivencia con la corrupción privada. El alcance del término realpolitik es mucho más amplio y abarca mucho más de lo que normalmente se cree.
El conflicto que existe entre el Gobierno nacional y las corporaciones, que lleva ya dos años en etapa caliente, es un conflicto de poder. Se pelea por el poder real. Para su resolución hay dos caminos: la guerra o la paz. La violencia o la política. Existe en nuestra patria, gracias a Dios, consenso unánime a la renuncia de la violencia como arma política. Eliminada esa posibilidad, queda la política. En este terreno, la batalla final se gana o se pierde en las urnas. Y en las urnas, les guste o no a muchos políticos, definen las clases medias. Es a ellas a las que el Gobierno tiene que atender en los próximos dos años. De nada vale espetarles: Ea, giles: son los más beneficiados con nuestras políticas y se ponen en contra... O llamarlos masocas, como tituló un artículo de la revista Veintitrés de esta semana que trata el tema, superficialmente. De nada sirve. Todo lo contrario. De lo que se trata es de: Comprender una idiosincrasia; establecer las demandas; satisfacerlas. El objetivo de todo ese esfuerzo: ganar la batalla.
Los políticos de la oposición, en general, no van por el buen camino en ese sentido. Están confundidos en este aspecto: creen que las demandas de la ciudadanía se traducen en las expresiones marginales de ésta, que son, precisamente, las minorías miserables que llenan con expresiones de odio los subsuelos de los diarios online. Y se suman al coro. Esta acción caníbal favorece al gobierno ya que aleja a la oposición de las clases medias que protagonizaron la demanda del 2008. Una prueba cabal de ello fue el resultado electoral que obtuvo Solanas en Capital.
El Gobierno debe rever sus políticas de comportamiento frente a la sociedad. Pero no en un sentido de claudicación, o de sometimiento pasivo a las exigencias vacías de los medios, sino en un sentido de compromiso con las demandas reales de una gran porción de la sociedad argentina que ya gritó que se vayan todos, que ya demandó en varias ocasiones, y que está a la espera de una verdadera y profunda reconstrucción de las estructuras políticas.
Los gorilas inveterados, los racistas recalcitrantes, los (y sobre toda las) machistas atávicos y los imbéciles de toda imbecilidad son irrecuperables. Ocuparse de ellos es una pérdida de tiempo y de energías, a la vez que sirve para alimentar a las fieras. Y, lo más importante de todo, no representan, por mucho ruido que hagan en los subsuelos de los diarios on line, nada más que una minoría de esas clases sociales medias. La inmensa mayoría demanda otras cosas, más trascendentes y que sí deben ser escuchadas y satisfechas.
Quienes vemos en este proceso iniciado en el 2003 una luz de esperanza nos hemos enojado con el arreo del 2008. Nos hemos enojado con nuestros vecinos, con nuestros hermanos de clase social que marcharon engañados tan burdamente por los patrones rurales. El enojo era comprensible; se trataba de nuestros propios congéneres. Pero ese enojo nos impidió ver las causas últimas del arreo, así como nos impidió ver la fragilidad del arreo. Superado ese enojoso episodio, es hora de ponerse a estudiar qué es lo que hizo que tantos millones de nuestros compatriotas se sumaran en favor de una lucha que iba, como fue siempre la de esos sectores patronales, y siempre irá, en contra de sus propios intereses. Y una vez establecida la naturaleza de la demanda, satisfacerla. Nada más sencillo, nada más difícil.
El arreo ya fue. Pero la demanda que lo posibilitó está ahí, latente. En cualquier momento y por cualquier circunstancia azarosa, puede volver a expresarse, ya no como arreo en manos de hacendados rastacueros, sino bajo las formas más impensables que el Azar establezca. Si el 2001 fue el hito que marcó el fin de una era; si el 2008 fue el hito que marcó que esa era no se decidía a morir del todo ni la nueva a nacer de una vez; los próximos años pueden dar lugar el hito que martille el último clavo del ataúd de la vieja política corrupta, camandulera, clientelística, patotera, favorecedora de amigos, eternizadora de la falta de equidad social. El deseo es, claro está, que se dé en forma civilizada, pacífica.
Se ha repetido hasta el hartazgo que el argentinazo del 2001 tuvo como consecuencia histórica y social más notoria la fractura de los partidos tradicionales. En el que se vayan todos estaban... todos.
Hubo, luego de aquellas jornadas históricas, y sobre todo luego de los asesinatos de Kosteki y Santillán en abril de 2002, el renacimiento de una esperanza que se depositó en las nuevas generaciones de dirigentes. El azar (o, al menos, una rara conjunción de circunstancias aisladas entre sí) le dio la oportunidad a Néstor Kirchner. La supo aprovechar y en pocos años logró restablecer la confianza popular en los dirigentes políticos. Pero, al propio tiempo, o al poco tiempo, volvieron a aparecer las señales de estructuras fosilizadas de la sociedad (sobre todo de la burocracia administrativa), que aquellos sectores más demandantes -en términos políticos- de la sociedad consideraban la causa de todos los males: La corrupción, el clientelismo, la desidia por las cuestiones más apremiantes como las politicas de seguridad social, la falta de inversiones en la infraestructura que el pueblo usufructúa (o padece) y, lo más intolerable de todo, la escalada en una lucha retórica, discursiva, blablablista con visos de fastidio, cansancio, irritabilidad.
En definitiva: Las muy significativas y muy acotadas (en términos de clase) porciones de la ciudadanía que entre mayo y julio del 2008 fueron protagonistas de las más fuertes movilizaciones de masas que se tenga memoria en mucho tiempo, tuvieron como objeto demandar la conformación de nuevas estructuras de representación política. La demanda era la misma del 2001, que se vayan todos. No es esto lo que queremos. Estamos hartos. Necesitamos otro modo de gobernar la patria. Así no sirve.
Por supuesto, los manifestantes del 2008 fueron defraudados por los convocantes quienes, como se dijo en el comienzo de esta entrada, actuaron como hacendados que arrean hacienda, con un propósito bien definido: defender la faltriquera propia y ofrecer la multitud -la gente- como moneda de cambio. No tengo ninguna duda de que una enorme cantidad de compatriotas que concurrieron a la primera manifestación, en circunstancias simbólicas muy fuertes, como la fecha patria y el monumento al estandarte nacional, fueron convencidos de que estaban fundando un nuevo movimiento, novedoso, innovador, audaz y, sobre todo, ético. Grande fue la desilusión.
El Gobierno, hay que decirlo, no supo interpretar esa demanda de las clases medias. Se agotó en contrarrestar a los fogoneros de esa movida -la derecha cerril, destituyente, los nostálgicos de la dictadura, vamos-, sin acabar de comprender que esos fogoneros fueron y siguen siendo una minoría sin chance alguna de alcanzar el poder por la vía democrática. La primera movida fue desestabilizadora a partir de esos grupos minúsculos y se les fue de las manos. Se les desmadró. No esperaban jamás alcanzar movilizaciones tales y ante tal fenómeno no supieron cómo actuar. No hay que olvidar que estos sectores son, precisamente, quienes más aborrecen a las movilizaciones populares. La segunda movida que decidieron fogonear estos grupos se da ahora, con el culebrón Banco Central. La diferencia está en que esta vez no convocaron a nadie. Son peligrosos, es verdad. También es verdad que el Gobierno no puede bajar las defensas ante estos grupos que están desesperados por abortar esta desagradable experiencia de un maldito gobierno que no reprime, que no ajusta, y que, para colmo, afecta intereses. Pero el Gobierno no puede seguir involucrando a toda la sociedad en esa lucha. Tiene que cambiar el modo, la forma, el discurso. Y tiene que poner los puntos sobre las íes en la cuestión ética.
La nueva ley de medios ofrece una oportunidad que no puede ser desaprovechada o malgastada. Si se usan nuevos medios de comunicación para subir la apuesta en la confrontación, el pronóstico no es alentador. Por supuesto que los grupos económicos que enfrentan al Gobierno son poderosos y poseen medios para manejar la agenda discursiva. Pero, no es de sabios participar en el juego subiendo la apuesta. Es verdad que hay grupos económicos poderosos que seguirán fogoneando la crispación, el miedo, el desánimo. Pero también es verdad que hay todo un pueblo que observa cómo juega cada jugador. Hoy, en esta jugada que empujó a Redrado a esposarse al sillón del BCRA, el pueblo decidió permanecer ajeno a la confrontación. Pero no hay que olvidar que en el 2008, por hache o por be, no estuvo ajena a la confrontación. Se movilizó. En esa ocasión, fue usada y se desmovilizó desilusionada. Pero se puede volver a movilizar.
Movilizándose o no, participando o no, muy amplios sectores de la población están observando todo el proceso con atención. En 2008 dieron una señal fuerte. En junio del 2009, otra. Sepa el Gobierno interpretar las señales.
La derecha cerril ofrece al mercado de ideas y de voluntades su propia interpretación de esas señales. Una de ellas, la más guaranga, es la expresada en la cita del señor Huergo, reproducida más arriba en esa entrada. Otra es la muletilla, falsa, de que el 70 por ciento de la población está en contra del modelo. Es falso. La inmensa mayoría de la población está en contra de que se sigan apañando -desde el poder formal- los viejos cánceres de la sociedad argentina. Está en contra de la corrupción y de la falta de decisión para la resolución de problemas concretos, básicos, menos abstractos. Está en contra de la eternización de la pobreza. Está en contra de la falta de políticas de inclusión para una generación entera de jóvenes que andan sin ton ni son en la calle, sin proyectos ni sueños. Está en contra del persistente deterioro de los logros culturales entre las capas populares. Está en contra de los discursos que exponen conceptos abstractos en mitad de la cena familiar. Está en contra de la corrupción en la burocracia estatal. Está en contra de los estilos patoteriles.
Pongo un ejemplo concreto, que tiene nombre y apellido: indec. ¿Qué provoca la manipulación de las cifras del indec?
Para aquellos que tradicionalmente obtienen pingües beneficios a través de procesos inflacionarios, la existencia de un índice que no refleje ese proceso con la fidelidad (o falta de fidelidad) que ellos quisieran, ven en el gobierno al ladrón que le mete la mano en los bolsillos.
Para aquellos que tienen que pagar deudas en las que los índices de inflación juegan en su contra en relación directa a su número, es decir cuanto más altos más pierden, ven en el gobierno a alguien que defiende sus intereses. Si el deudor es el Estado, los intereses son los del Estado.
Para la prensa que defiende los intereses de los primeros, la manipulación inconveniente del indec es la herramienta más a mano, más eficaz, para tirar dardos envenenados contra el gobierno. La razón es sencilla: el adulterador no se puede defender.
Los ciudadanos corrientes, ni tienen por qué saber qué representa un índice de precios, ni tiene por qué aprenderlo y, lo más importante, no tienen por qué interesarse. Existe algo tan simple como la representación. El ciudadano elige intérpretes que interpreten por ellos. El ciudadano de a pie, simplemente, lee los diarios o escucha radio y televisión. Estos dicen que el gobierno modifica los índices del indec y el gobierno no dice -porque no puede o porque no sabe- por qué los altera. La consecuencia de ello está a la vista. Si al gobierno no se lo pudiera atacar por ese flanco porque, al no alterar las estadísticas, los que se benefician con la inflación alta siguen ganando fortunas, el pueblo tendría más simpatías por el gobierno, aunque tuviese que seguir poniendo del bolsillo propio los beneficios de quienes se benefician. En cambio, al ser atacado por ese flanco, el ciudadano le resta apoyo al gobierno, aunque se beneficie por la táctica del gobierno.
Pero, más allá de todo esto, el procedimiento mismo, el recurso mismo de alterar el metro con que se mide es propio de tenderos tramposos y eso es, en definitiva, lo que el ciudadano corriente no acepta ni aceptará jamás, por más que en la vida privada sea uno de los que compran repuestos de autos en los desarmaderos, o den una coima para zafar de alguna contravención.
Este modo de obrar y juzgar está en la naturaleza humana del ciudadano común que, por su propia posición de sumisión en una sociedad de poder violento, por instinto de conservación, común a todas las clases, actúa necesariamente con doble moral. La peor señal que pueden recibir los ciudadanos desde el Estado, es que la propia acción de quienes tienen la responsabilidad de mantener la ética, la violan. Al violar las normas éticas desde el poder, quedan los propios ciudadanos desnudados, como una suerte de partícipes necesarios.
Si quienes manejan las políticas de comunicación del Gobierno ignoran esto tan elemental que hace a la naturaleza humana, entonces no pueden quejarse de la falta de comprensión de la ciudadanía. El ciudadano de a pie no participa de la idea de que no importa que roben si hacen; sí participa de la idea de que, si roban que no se note, que no escandalice. No en vano los yanquis, maestros en esto del capitalismo y la ciudadanía, han establecido la legalidad reglamentada del lobby, que es, en términos éticos, la medida tolerable de la corrupción estatal en connivencia con la corrupción privada. El alcance del término realpolitik es mucho más amplio y abarca mucho más de lo que normalmente se cree.
El conflicto que existe entre el Gobierno nacional y las corporaciones, que lleva ya dos años en etapa caliente, es un conflicto de poder. Se pelea por el poder real. Para su resolución hay dos caminos: la guerra o la paz. La violencia o la política. Existe en nuestra patria, gracias a Dios, consenso unánime a la renuncia de la violencia como arma política. Eliminada esa posibilidad, queda la política. En este terreno, la batalla final se gana o se pierde en las urnas. Y en las urnas, les guste o no a muchos políticos, definen las clases medias. Es a ellas a las que el Gobierno tiene que atender en los próximos dos años. De nada vale espetarles: Ea, giles: son los más beneficiados con nuestras políticas y se ponen en contra... O llamarlos masocas, como tituló un artículo de la revista Veintitrés de esta semana que trata el tema, superficialmente. De nada sirve. Todo lo contrario. De lo que se trata es de: Comprender una idiosincrasia; establecer las demandas; satisfacerlas. El objetivo de todo ese esfuerzo: ganar la batalla.
Los políticos de la oposición, en general, no van por el buen camino en ese sentido. Están confundidos en este aspecto: creen que las demandas de la ciudadanía se traducen en las expresiones marginales de ésta, que son, precisamente, las minorías miserables que llenan con expresiones de odio los subsuelos de los diarios online. Y se suman al coro. Esta acción caníbal favorece al gobierno ya que aleja a la oposición de las clases medias que protagonizaron la demanda del 2008. Una prueba cabal de ello fue el resultado electoral que obtuvo Solanas en Capital.
El Gobierno debe rever sus políticas de comportamiento frente a la sociedad. Pero no en un sentido de claudicación, o de sometimiento pasivo a las exigencias vacías de los medios, sino en un sentido de compromiso con las demandas reales de una gran porción de la sociedad argentina que ya gritó que se vayan todos, que ya demandó en varias ocasiones, y que está a la espera de una verdadera y profunda reconstrucción de las estructuras políticas.
Los gorilas inveterados, los racistas recalcitrantes, los (y sobre toda las) machistas atávicos y los imbéciles de toda imbecilidad son irrecuperables. Ocuparse de ellos es una pérdida de tiempo y de energías, a la vez que sirve para alimentar a las fieras. Y, lo más importante de todo, no representan, por mucho ruido que hagan en los subsuelos de los diarios on line, nada más que una minoría de esas clases sociales medias. La inmensa mayoría demanda otras cosas, más trascendentes y que sí deben ser escuchadas y satisfechas.
Quienes vemos en este proceso iniciado en el 2003 una luz de esperanza nos hemos enojado con el arreo del 2008. Nos hemos enojado con nuestros vecinos, con nuestros hermanos de clase social que marcharon engañados tan burdamente por los patrones rurales. El enojo era comprensible; se trataba de nuestros propios congéneres. Pero ese enojo nos impidió ver las causas últimas del arreo, así como nos impidió ver la fragilidad del arreo. Superado ese enojoso episodio, es hora de ponerse a estudiar qué es lo que hizo que tantos millones de nuestros compatriotas se sumaran en favor de una lucha que iba, como fue siempre la de esos sectores patronales, y siempre irá, en contra de sus propios intereses. Y una vez establecida la naturaleza de la demanda, satisfacerla. Nada más sencillo, nada más difícil.
El arreo ya fue. Pero la demanda que lo posibilitó está ahí, latente. En cualquier momento y por cualquier circunstancia azarosa, puede volver a expresarse, ya no como arreo en manos de hacendados rastacueros, sino bajo las formas más impensables que el Azar establezca. Si el 2001 fue el hito que marcó el fin de una era; si el 2008 fue el hito que marcó que esa era no se decidía a morir del todo ni la nueva a nacer de una vez; los próximos años pueden dar lugar el hito que martille el último clavo del ataúd de la vieja política corrupta, camandulera, clientelística, patotera, favorecedora de amigos, eternizadora de la falta de equidad social. El deseo es, claro está, que se dé en forma civilizada, pacífica.
Alfredo Arri (Theodoro)
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